domingo, 31 de mayo de 2009

San Fernando, conquistador de Sevilla


Tras 1212, con la batalla de las Navas de Tolosa, la invasión mongol en 1258 puede servir para señalar el principio del fin del esplendor del Islam Medieval. Hacía sólo diez años que San Fernando había conquistado Sevilla para Occidente. Los dos siglos de auge del imperio Otomano, de mediados del XV a mediados del XVII, fueron su último brillo. Fue extraordinaria, sin lugar a dudas, la cultura islámica medieval y una edad de oro la que corresponde a su presencia en España, singularmente entre los siglos X y XIII. Pero Fernando III nos apeó en el momento justo, devolviéndonos a una Europa cristiana que en el siglo XIII, consumando la Revolución o Renacimiento del siglo XII, amanecía religiosa (Francisco de Asís), filosófica (Tomás de Aquino), literaria (herencia de Chretien de Troyes, Dante), artística (gótico, Giotto y el duecento), musical (polifonía), cultural (fundación de universidades) y políticamente (el Sacro Imperio de Federico II, la consolidación de los reinos).

Si hubo un siglo en el que era oportuno pasarse del Islam a Occidente, sin lugar a dudas fue el XIII. Desde su conquista, tras haber vivido los esplendores romanos, visigodos e islámicos, a Sevilla le esperaban los aún mayores de los siglos XV, XVI y XVII. De la constitución de la Casa de la Contratación de las Indias en 1503 hasta que en 1717 se la llevaron a Cádiz, Sevilla fue la ciudad de Murillo, Velázquez y Zurbarán, de Andrés Fernández de Andrada, Francisco de Rioja y el Divino Herrera, de Montañés, Ocampo y Mesa, de Correa de Arauxo, Francisco Guerrero y Cristóbal de Morales, de Bartolomé de las Casas, San Juan de Ribera y San Juan de Ávila.

Si no hubiera sido Fernando III hubiera sido otro, porque los personajes singulares interpretan la historia que los procesos colectivos escriben, pero resulta que fue Fernando, el de la espada, el orbe y el manto de terciopelo y armiño que vemos desfilar en el Corpus, el rígido jinete de la Plaza Nueva, la consumida y venerable reliquia de la Capilla Real. Hoy en día la ciudad lo conmemora sin el triunfalismo nacional católico con que en un tiempo se hacía y sin los complejos de seudo al-andalucismo babuchero que en los años de la Transición resucitaron la nostalgia por un edén arábigo andaluz que poco tenía que ver con el rigor de los maestros Asín Palacios, García Gómez o de nuestro José Guerrero Lovillo, y mucho más con la impostura de guardarropía que años antes había inspirado el alhambrismo y con el divertido arabismo de escayola de la Ciudad de Londres, Filella o el Lloréns. Felicitémonos por ello y felicitemos al rey santo todos los 30 de mayo.